miércoles, 25 de marzo de 2009



Lago Lila

La tarde lila que oscurece el blanco lago,
brisa dulce, tierra salina, cruz del interior.
Sueño despierto en la hamaca durazno
que trae el invierno y recuerda el verano
sobre las pálidas olas que alumbran la tarde
voy a mezclar una lágria, sonrisa y caricia.

¿Quién morará bajo el cielo de agua?
La quietud, sentadita, espera lo eterno,
miles de ondinas niñas la rodean,
mi lágrima en lo profundo la busca,
lo eterno es buscado por el día claro
y es el lago mujer quien no la deja ver.

Conozco su secreto por sonrisas vertidas,
me enternece la brevedad de su aliento
y el silencio femenino que agota dudas.
Es la niña que duerme sobre el follaje,
la madre que guarda el primer beso,
la abuela en su sillón de mimbre, mirando lejos...

José Cabrera
a la reina del lago
y a su hijo amado Nito Gómez...
7/01/09

(imagen de Juana López - lago)

lunes, 9 de marzo de 2009


De mis tiempos

En mis tiempos había tiempo.
Recuerdo bien que por ejemplo
la higuera derramaba esparcimiento
y una rosa nos duraba
mucho más que cualquier empleo.
Por otra parte las siestas
se pedían prestadas a la muerte.

Quizás el tiempo era como las frutas,
se regalaba a los vecinos
después de verlo madurar.
Se compartía en las veredas,
entre abanicos y señores
de sosegada camiseta,
mientras parsimoniosamente
iban escobas y venían
amontonándolo como importante.
Y la eternidad, sentadita
en su silla de paja, porque sí.

Es que era siempre tan temprano
y tan segura la abundancia,
la inundación de treguas oportunas,
que se guardaba el tiempo en los sombreros
y un día se lo derrochaba todo
en un solo saludo, saludando.

Uno viajaba en libro a todas partes
y visitaba diferentes ocios:
el de al lado, el de enfrente, el de las tías.
No se había inventado
el maleficio de la prisa, no.
De ninguna manera. Los espejos
esperaban de sobra
que uno peinara su pausado pelo,
que uno se terminara de encontrar.

El tiempo era un perfume y no venía
nadie a medirlo ni guardarlo en cajas.
Los trenes todo lo que hacían
era aludirlo en los horarios.

Se podía llorar a gusto
porque eran lentos los rincones,
o quizás porque había aún macetas
donde depositar una lágrima
sin que las flores se opusieran.
O porque la llovizna hablaba
en un idioma sin resentimiento.

Todos usaban tiempo y lo perdíamos,
cómplices de su lujosa concurrencia,
y hasta el hastío
era un modo de ser de los balcones
que enternecía delicadamente.

Creo que todavía queda un poco
de tiempo verdadero, pero lejos.
Pero muy lejos, en algunos patios,
refugiado en aljibes.
Se queda todavía en niños solos
que reinan sobre umbrales
y en la lustrada majestad del gato.
Supongo, ya no sé, nada sabemos.

Tiempo sin ser castigo.
Yo llegué a conocerlo: está enterrado
en lo más vivo de mi corazón.

Después vinieron los Relojes

(María Elena Walsh)